Historia de las relaciones entre el Islam y Occidente

Encuentros, atracciones y rechazos a través de quince siglos

Por: Prof. Ricardo H. Elía

Introducción

En el mundo de las re­laciones interculturales puede encuadrarse el mundo de las relaciones inter­nacionales, en cuanto a esa re­lación entre pueblos le demos un carácter sociológico, el ca­rácter de sociedad internacio­nal.

Aunque la palabra “internacio­nal” es muy moderna, hace re­ferencia a una comunidad po­lítica que regula sus relaciones por medio del “Derecho de Gentes”, ya que no es posible una convivencia política sin unas normas de conducta.

El Derecho Internacional o De­recho de Gentes se fraguó en las relaciones entre pueblos, y las situaciones, a veces con­flictivas, que ellos creaban. Ya desde la Edad Media teólogos y moralistas tuvieron que defi­nir lo que era lícito en la gue­rra, y lo que no; tuvieron que manifestar la “teoría clásica de la guerra justa”. A Aristóteles le preocupó el fenómeno de las revoluciones, como sociología. Maquiavelo, en el siglo XIV, lo llamaría la “razón de Es­tado”.

Tomás Moro en el siglo XVI, en su “Utopía”, habló de la po­lítica exterior, y Thomas Hobbes –siglo XVII-, afirmaba que el “estado de naturaleza reina y reinará siempre en las sociedades políticas”. Lo que puede darnos una idea de la preocupación que ha habido siempre, a lo largo de la Histo­ria, por el comportamiento y relaciones en las sociedades políticas.

Toda esta introducción nos sirve de antesala para entrar al estudio del fenómeno social e ideológico que se llama Islam.

En el siglo VII, antes siquiera de que la Teoría Política se hu­biera desarrollado, cuando solo predominaba la idea de entidad política en el sentido del Impe­rio de Roma –estructura, por otra parte, rota por los invaso­res germánicos-, surge en Ara­bia una comunidad que pre­senta un carácter muy especial.

Es preciso conocer suficiente­mente la historia de una comu­nidad o grupo social, para co­nocer mejor a sus protagonis­tas; la Historia internacional de esa época, para valorar las con­secuencias en la Historia mun­dial posterior; la Psicología para comprender las transfor­maciones de una comunidad, y la Sociología, para analizar cómo pudo elevarse esa comu­nidad a un nivel cultural tan alto.

Los árabes, que no habían te­nido importancia ni influencia en la “sociedad internacional” de su tiempo, habían, no obs­tante, conservado energías y talento durante la Antigüedad que fueron cristalizados y diri­gidos por el Islam, a través de caminos mucho más enrique­cedores que los anteriores. La falta de temor y el respeto a la vida de los demás hombres, que les transmitió el Islam, fructificó en una expansión de esta comunidad –en un princi­pio, árabe-, que se hizo, no por medio de la guerra, sino a tra­vés de tratados con las otras comunidades.

Esta comunidad islámica, cuyo punto inicial de arranque es una creencia común, nace en un medio geográfico árido y hostil: la ciudad de La Meca, situada en un valle rodeado de cadenas montañosas y desier­tos; desprovista de toda cultura y de toda influencia cultural que viniera de aquel mundo de la antigüedad clásica.

La nueva comunidad encuentra gran oposición y es perseguida por sus propios conciudadanos, teniendo que emigrar, en torno a su líder Muhammad, a la ciu­dad cercana de Yazrib (Me­dina), que les acoge. Sin em­bargo, surgen dificultades de integración: el clima de oasis de Medina no es conveniente para los habitantes del desierto de La Meca. El Profeta va ha solucionar la integración, reu­niendo a todos los jefes de los clanes musulmanes de La Meca y Medina, y exhortán­doles a una colaboración sin­cera, para facilitar la adapta­ción de los refugiados, les pro­pone que cada familia de Me­dina acoja a una familia de La Meca, y esta fraternidad con­tractual les hará trabajar en común, con reparto de las ga­nancias, hasta incluso, llegar a heredar la una a la otra.

Este pacto de confraternidad fue aceptado por los de Me­dina, y supuso un acto funda­mental de asentamiento y soli­daridad entre los habitantes antiguos y los recién llegados, creando un sentimiento de uni­dad que convirtió al grupo en una comunidad auténtica o Ummah, que no hubiera sido fácil en el comienzo de una comunidad tan heterogénea.

El compromiso que constituye una auténtica revolución desde muchos puntos de vista, se de­sarrolló cuidadosamente en términos legales, dando el ca­rácter de un Estado islámico a la Ummah, y aportando, al tiempo, una gran novedad: un estatuto jurídico para “Las Gentes del Libro”, los judíos de Medina que convivían con ellos.

La naturaleza jurídica de este documento es semejante a la de una constitución en su acepta­ción moderna, a pesar de los detractores que tiene esta tesis. Según Muhammad Hami­dul-lah, “Es la primera “Cons­titución de Medina” y en ella engloba, en una comunidad única, a árabes y judíos, a me­dinenses y a gentes de La Meca, a tribus, a clanes y fa­milias, unidos conjuntamente.[1]

Hay una gran novedad en su texto: el respeto a la religión de los grupos no-musulmanes, los judíos que vivían en Medina: “A los judíos y a los musulma­nes su religión” (Art. 24).

También se mantienen y res­petan las costumbres. Siempre que se determina una norma a aplicar, se dice: “… de la misma forma que se hacía en el pasado” (Arts. 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10).

Se establece el deber de ayu­darse musulmanes y no mu­sulmanes, en caso de guerra. Cada ciudadano debe prestar su ayuda a los otros miembros de la comunidad. Se establecen las limosnas a los pobres. Se re­gula una asistencia social para el rescate de los prisioneros en caso de guerra.

Cada tribu disponía de auto­nomía en la administración, pero con una nueva ideología: la tribu ya no es una estructura fosilizada, sino una organiza­ción dinámica.

La Constitución declaraba la paz como algo preferente e in­divisible, en cuestiones de de­fensa y seguridad. Se respetaba el derecho de todo el mundo, de alto o bajo nivel, y ante la promesa hecha por la persona mas humilde de la comunidad, quedaba comprometida la co­munidad entera.

Seis años más tarde, el nuevo Estado islámico, cuyo principio de autoridad lo detentaba el Profeta, dio muestras de su gran vitalidad, negociando en plano de igualdad con la tribu de Quraish de La Meca –que no había cesado de hostigar a los musulmanes-, un tratado que toma el nombre de la ciu­dad donde se cerró, Hudaibiah.

En el año 628 (d.C.), el Profeta dirigió una caravana de 1400 seguidores, desde Medina a La Meca, para llevar a cabo la ‘umrah o pequeña peregrina­ción. Los árabes, incluidos los que vivían en Medina como emigrados, tenían derecho a hacer uso de la ley que les permitía, según la tradición, peregrinar a La Meca, su lugar de nacimiento. Esta actitud de fuerza moral y espiritual, hizo que los quraishíes negociaran un tratado de tregua por diez años, con los musulmanes que fuesen a La Meca, dándose la misma garantía a las gentes de la tribu de Quriash de La Meca, cuando fueran a Medina.

Este tratado supuso el primer triunfo negociador del pequeño estado islámico. Por primera vez, sus antiguos y soberbios conciudadanos, las gentes de La Meca, que no les habían reconocido en un principio, sino que les habían perseguido con saña y luchado contra ellos, admitían ahora la exis­tencia de la Ummah o comuni­dad, y admitían, también, la dirección del Profeta, al aceptar suscribir con él este tratado. No obstante, Muhammad (BP) demostró, al firmar esta nego­ciación, una enorme paciencia, tacto y talento diplomático, aviniéndose a aceptar los tér­minos del tratado en la forma que exigían los quraishíes. Como contrapartida, se autori­zaba a los musulmanes a entrar en La Meca al siguiente año y respetaba a todo aquél, tribu o persona, que quisiera entrar en la Liga del Profeta y en su alianza.

De hecho, esta firma, que en un principio pareció una cesión de derechos, por parte de los mu­sulmanes, dio enormes frutos, pues al amparo de esta tregua, la comunidad islámica vio au­mentar sus filas con gran número de hombres y mujeres de la propia ciudad de La Meca.

La comunidad islámica no ce­sará en su empuje, a pesar de irse integrando con diversas razas y pueblos, que la han compuesto a lo largo de la Historia, que reflejan la uni­formidad de su espíritu y sus costumbres. Esta comunidad que operó grandes cambios, será expresión de hechos so­ciales que hoy podríamos en­cuadrar en la sociología po­lítica.

Podemos citar aquí a dos gran­des personajes del siglo XIX en Francia, que, desde distintas perspectivas, mostraron su ad­miración por el fenómeno so­ciológico nacido en Arabia, que se llamó Islam: Napoleón Bonaparte, cuando ya la gloria de su imperio había pasado, reflexiona en su famoso “Me­morial”:

“Independientemente de las circunstancias fortuitas, que dan lugar a los prodigios, es preciso que, en el estableci­miento del Islam, se produjera algo que nosotros ignoramos. El mundo cristiano quedó afectado tan prodigiosamente por los resultados de alguna causa primera, que para noso­tros ha permanecido oculta…”

Por otra parte, el escritor romántico Alphonse de La­martine, en su obra “Historia de Turquía”, manifiesta:

“Si la grandeza de una idea, la pequeñez de los medios y la inmensidad del resultado, son las tres medidas del genio del hombre, ¿quién osará comparar humanamente a ningún gran hombre con Muhammad?”.

El Islam es, pues, modelo so­cial, modelo en arte y en cien­cia. En contra de la opinión de muchos, Europa no hubiera tenido el resultado del renaci­miento, ni hubiera alcanzado los altos niveles de investiga­ción que ha conseguido a lo largo de la historia, sin las esenciales aportaciones que ha dado el Islam al occidente eu­ropeo.

Para el Islam las relaciones con los pueblos extranjeros adquie­ren pronto el aspecto de un ca­rácter internacional, regulado por un Derecho de Gentes, contemplado dentro de su pro­pia Ley islámica, que trata de las relaciones con los pueblos musulmanes y no musulmanes. Se basa en la convicción de que hay una unidad genea­lógica del género humano: «La humanidad constituía una sola comunidad…» (Corán 2: 213).

Este Derecho de Gentes is­lámico, llamado “Siyar”, acepta las negociaciones en caso de guerra, para obtener la paz, cuando el interés de la comunidad islámica entra en juego. El dirigente de la comu­nidad puede negociar la paz con otro pueblo, pidiendo a su gente un consenso de opinión, o a sus jurisconsultos una opi­nión legal (fatwa), para actuar así.

Edicto del Profeta Muhammad (BP) sobre los monjes

“He escrito este edicto bajo la forma de una orden para mi pueblo, y para todos aquellos que están dentro de la cris­tiandad, en el Este y en el Oeste, cerca o lejos, jóvenes y viejos, conocidos y desconoci­dos. Quien no respete el edicto y no siga mis órdenes, obra contra la voluntad de Dios y merece ser maldito, sea quien sea, Sultán o musulmán sim­plemente. Cuando un sacerdote o un ermitaño se retira a una montaña o a una gruta, o se establece en la llanura, el de­sierto, la ciudad, la aldea o la iglesia, estoy con él en per­sona, junto con mi ejército y mis súbditos, y lo defiendo contra todo enemigo. Me abs­tendré de hacerle ningún daño. Está prohibido arrojar a un obispo de su obispado, a un sacerdote de su iglesia, a un ermitaño de su ermita. No se ha de quitar ningún objeto de una iglesia para utilizarlo en la construcción de una mez­quita o de casas de los musul­manes. Cuando una cristiana tiene relaciones con un musul­mán, éste debe tratarla bien y permitirle orar en su iglesia, sin poner obstáculos entre ella y su religión. Si alguien hace lo contrario, será considerado como enemigo de Dios y Su Profeta. Los musulmanes de­ben acatar estas órdenes hasta el fin del mundo.”[2]

Comunión entre Musul­manes y Normandos en Sicilia

Luego de consolidar su domi­nio en Siria y Egipto, los líde­res musulmanes se dieron cuenta que no podían defender la costa sin una flota. Pronto sus naves se apoderaron de Chipre y Rodas y derrotaron a la armada bizantina (625 - 655). Córcega fue ocupada en 809, Cerdeña en 810, Creta en 823, Malta en 870.

Hacia 831, el califato aglábida de Kairauán (Tunicia) inició la conquista de Sicilia tomando Palermo. Luego tomaron Me­sina (843), Siracusa (878) y Taormina (902). Cuando los califas fatimíes sustituyeron a los aglávidas en el poder (909), heredaron Sicilia como parte de su dominio.

Desde muy temprano, sicilia­nos, griegos, lombardos, ju­díos, beréberes y árabes se mezclaron en la capital mu­sulmana: el antiguo Ponormus, arábigo Balerm, italiano Pa­lermo. Aquí Ibn Hawqal, el historiador y geógrafo que flo­reció entre 943 y 977, halló unas 300 mezquitas y 300 maestros muy bien considera­dos por los habitantes. Con el sly y la lluvia cooperando en la creación de una vegetación lo­zana, Sicilia era un paraíso agrícola, y los inteligentes y pragmáticos musulmanes del siglo X cosecharon el fruto de una economía bien adminis­trada. Palermo se convirtió en puerto de intercambio entre la cristiana Europa y la musul­mana África, y pronto fue una de las ciudades más ricas del Islam.

Ibn Hawqal (hacia 975) des­cribe una especie de pagaré por 42000 dinares llamado en árabe sakk (de sikk o sikkah, moneda acuñada), dirigido a un mercader de Marruecos desde Sicilia; correspondiente a esta forma de crédito, deriva la pa­labra “cheque”.

Había millares de poetas en la isla, como ibn Hamdis (1055–1132), pues los musulmanes amaban el ingenio y la rima, y el ámbito siciliano ofrecía te­mas riquísimos. Palermo se vanagloriaba de tener una uni­versidad y grandes médicos y eruditos, pues la medicina is­lámica de Sicilia influyó a la escuela médica de Salerno, como afirma el islamólogo francés Bernard Carrá de Vaux. La conquista de Sicilia por los normandos (1060-1091) no solamente no logró borrar los vestigios del Islam en la isla, sino que prácticamente trans­formó la ideología, el carácter y las costumbres de los recién llegados, empezando por su propio líder, el caballero Ro­gero o Roger de Tancredi D'Altavila (1031-1101). Su hijo Rogero II (1095-1154), fue uno de los mayores protectores de esta cultura mestiza islamo­normanda. Precisamente, el gran geógrafo musulmán Al Idrisi (1100-1165), nacido en Ceuta, que vivió parte de su juventud en al-Andalus y luego se radicó en Sicilia, gracias al mecenazgo de Rogero II, pudo profundizar sus conocimientos que quedaron contenidos en su gran obra geográfica Nuzhat al-Mustaz fi ihtiraq al-afaq (“El placer de quien está po­seído por el deseo de ampliar los horizontes”), conocida ge­neralmente por el nombre de Kitab ar-Ruyari (Tratado de Rogero). Más tarde, durante el reinado de Guglielmo I el Malo (1154-1166), al cual fue dedi­cado, al-Idrisi escribió Rawd al-uns wa nuhzat al-nafs (“El jardín de la amabilidad y el placer del alma”), en el cual el autor combina los conoci­mientos geográficos con refle­xiones místico-filosóficas. Tal ambiente favorable al Islam se mantuvo e incluso aumentó bajo la dinastía siguiente con Federico II, Barbarroja (1194-1250). Este singular personaje, dotado de un intelecto sorpren­dente, hablaba árabe a la per­fección y discutía sobre reli­gión y ciencias con los sabios musulmanes vistiendo ropas moras y apelando a las jacula­torias islámicas en sus presen­taciones públicas. Es célebre su tratado y alianza con el sultán Malik al-Kamil durante la quinta cruzada, que provocó la ira del Papa Inocencio III quien lo excomulgó en 1227 bajo el cargo de ser el propio “anti­cristo” y agente de los musul­manes. Sin embargo, Federico, que practicaba el Islam secre­tamente, no se amilanó, y de­rrotó a las fuerzas papales que invadieron sus dominios, pu­diendo continuar con su mece­nazgo de la ciencias y cultura del Islam hasta su muerte. Gra­cias a él, las huellas musulma­nas que hoy podemos descubrir en Sicilia son numerosas y trascendentes: por ejemplo, en el palacio de La Ziza (Al-‘Azi­zah: La grandiosa o poderosa) y en el techo de la capilla Pala­tina en Palermo, se comprueba la decoración a base de mo­zárabes en voladizo y de mo­saicos. El viajero andalusí Ibn Yubair (1145-1217), que visitó Sicilia entre el mes de diciem­bre de 1184 y el mes de marzo de 1185, es un fiel testigo de lo que acabamos de aseverar.

“La más hermosa de las ciuda­des (de Sicilia) es la sede del rey (Guglielmo o Guillermo II el Bueno, 1154-1189), los mu­sulmanes la llaman al-Madina (la ciudad) y los cristianos la conocen por Balarma (Pa­lermo). En ella está la residen­cia de los musulmanes urba­nos; tienen allí mezquitas, y los mercados que les están reser­vados por los arrabales son nu­merosos… La actitud de este rey es admirable en lo concer­niente a la bondad de su con­ducta y al empleo de musulma­nes… Una de las admirables condiciones que de él se cuen­tan es que lee y escribe el árabe y que; según lo que nos mani­festó uno de sus servidores pri­vados, su fórmula de valida­ción (o divisa) es: Al-hamdu lil·lah (Alabado sea Dios)… Se nos contó que esta isla fue sa­cudida por un terremoto; a con­secuencia de ello este rey invo­caba a Dios y a Su Enviado (el Profeta Muhammad)… En cuanto a sus oficiales (fitián), que son los ojos de su gobierno y los agentes de su autoridad real, son musulmanes… Todo esto es obra de Dios, Poderoso y Grande, para con ellos”. Tengamos en cuenta el aporte ideológico y cultural del Islam que vino junto con la gran can­tidad de inmigrantes sicilianos y calabreses que se refugiaron en la Argentina, a partir del siglo XIX. Basta con cotejar algunos de sus apellidos muy característicos: Sarracino, Mu­sulmano, Turchi, Mori, etc. Hoy existen en Italia dos im­portantes centros, el Instituto Universitario Oriental de Nápoles y el Departamento de Estudios Islámicos de la Uni­versidad de Palermo, donde se estudia la influencia del Islam en Italia y el Mediterráneo.

Sabios cristianos estudio­sos del Islam

Alfonso X el Sabio (1221-1284), rey de Castilla y de León desde 1252, al igual que Federico II Barbarroja, se ro­deó de sabios musulmanes y aprendió a leer y escribir el árabe. Fue escritor y poeta. Bajo su protección se traduje­ron del árabe al latín numero­sas obras sobre astronomía, mineralogía, geografía, óptica y muchas otras ciencias que afianzaron el camino hacia el Renacimiento de Europa. Son muy conocidas sus Tablas As­tronómicas o Tablas Alfonsíes. Dentro de este grupo cabe citar también sus Libros de ajedrez (1283), basados en la sabiduría de los científicos musulmanes.

Desde 1086, cuando fue con­quistada por el rey Alfonso VI, la ciudad de Toledo, cuna de Alfonso X el Sabio se había convertido en La Meca de los eruditos cristianos venidos de todas partes de Europa, atraídos por la fascinación del Islam. Allí residió el inglés Adelardo de Bath, quien tra­dujo del árabe los Elementos de Euclides, e introdujo la trigo­nometría musulmana en occi­dente traduciendo las Tablas Astronómicas de Al-Juarizmi en 1126.

En 1141, Pedro el Venerable (1092-1156), abad de Clunny, con ayuda de un sabio musul­mán, tradujo el Corán al latín. La alquimia y química musul­manas entraron en el mundo latino en una traducción de un texto arábigo hecha por Robert de Chester (que vivió en Es­paña entre 1114-1147) en 1144. El más grande de los tra­ductores fue Gerardo de Cre­mona (1114-1187). Llegado a Toledo hacia 1165, le impre­sionó profundamente la riqueza de la bibliografía islámica en ciencias y filosofía. Decidió traducir lo mejor de ella al latín y pasó nueve años traduciendo sin parar hasta alcanzar un total de sesenta y una obras. Entre ellas figuraban once libros de medicina, que incluían las obras más extensas de Al-Kindi y Avicena, catorce obras de matemáticas y astronomía, siete de geomancia y astrolo­gía, y otras tantas de filosofía, como Del Silogismo, de Al-Fa­rabi.

Más tarde, otro visitante, Mi­guel Escoto, que debía su ape­llido a su Escocia nativa, estará en Toledo en 1217. Su primera traducción importante fue la Esférica de al-Bitruji (siglo XII), el Apetragius de los lati­nos, que era una crítica de To­lomeo. Fascinado al descubrir el alcance y libertad del pen­samiento de Aristóteles, co­mentado por al-Farabi y Ave­rroes, Escoto tradujo al latín, de versiones arábigas, la Histo­ria de los animales, la Meta­física, Del Alma, Del cielo, y la Ética. Las versiones de Aris­tóteles hechas por Miguel lle­garon a Alberto Magno (1200-1280) y Roger Bacon (1214-1292) e impulsaron el desarro­llo de la ciencia en la Europa cristiana del siglo XIII.

El contacto con el Islam me­diante las cruzadas y las tra­ducciones de los eruditos ya nombrados acercaron a Europa y el mundo Islámico. El descu­brimiento de que otra religión existía y había producido hom­bres excelentes y caballerescos como los sultanes Saladino y al-Kamil, filósofos como Avi­cena y Averroes, y científicos como al-Haitham y al-Razi, era algo que turbaba y conmocio­naba. Hacia 1240 el averroísmo llegó a estar casi de moda entre los seglares instruidos en Italia. No fue ninguna casualidad la influencia islámica que em­bargó el pensamiento y la obra del famoso teólogo Tomas de Aquino (1224-1274), muy vi­sible en su Suma Teológica (1267). Hacia fin del siglo XIII, y durante el XIV y el XV, la Universidad de París fue un turbulento centro de ave­rroísmo. Pedro de Abano (1250-1316), el profesor de medicina en París y luego de filosofía en Padua, escribió en 1303 un libro, Conciliator Controversiarum, destinado a armonizar las teorías médicas y filosóficas de musulmanes y cristianos. Los inquisidores lo acusaron de herejía, pero el marqués Azzo d’Este y el Papa Honorio IV, que figuraban en­tre sus pacientes, lo protegie­ron. Fue acusado de nuevo en 1315, y esta vez escapó al pro­ceso muriendo naturalmente. Los inquisidores condenaron su cadáver a la hoguera, pero sus amigos escondieron tan bien sus restos que la sentencia tuvo que ser ejecutada en efi­gie.

Siger (1235-1281), un sacer­dote secular, fue un hombre muy docto que estudió a al-Kindi, al-Farabi, al-Gazali, Avicena, Avempace, Avice­brón, Averroes y Maimónides. Que Siger tenía muchos segui­dores en la Universidad de Pa­rís se deduce de la presentación de su candidatura al rectorado en 1271, aunque no prosperó. En octubre de 1277 Siger fue condenado por la inquisición bajo el cargo de herejía, y “de estar poseído por los paganos musulmanes”. Pasó sus últimos años en Italia como preso de la curia romana y lo mató en Or­vieto un asesino medio loco.

El más famoso de los hombres de ciencia medievales fue Ro­ber Bacon (1214-1292). Estu­dió en Oxford bajo Robert Grosseteste o Grosthead o Ro­bert de Lincoln (1175-1253), quien fue un ardiente partidario del conocimiento griego, he­breo y árabe. Hacia 1240 fue a París y más tarde a Italia, donde estudió el griego y co­noció numerosas obras de me­dicina islámica. En 1251 re­gresó a Oxford y entró a for­mar parte de la universidad. Hacia 1253 ingresó en la orden franciscana. Por entonces era un gran admirador del Islam y sus sabios. Su pensamiento, considerado “muy sospechoso y peligroso” por sus contem­poráneos, fue protegido en su primer momento por el liberal Clemente IV (Papa entre 1265-68). Al fallecer el pontífice, se inició la persecución en su contra. Fue encarcelado en 1278 hasta su muerte, acusado de hereje y de enseñar “nove­dades sospechosas”, como la filosofía averroísta.

Es muy interesante el movi­miento pro-islámico que se dio entre los monjes franciscanos, que empezó con el propio Francisco de Asís (1182-1226), cuando éste se entrevistó amistosamente con el sultán Malik al-Kamil cerca de Da­mietta, en Egipto, en 1219. Ya vimos el ejemplo de Bacon. Otro fue el de Ramón Llull o Raimundo Lilio (1232-1315). Mallorquino, que estudió la lengua arábiga, fundó un cole­gio de estudios árabes en Ma­llorca y mandó una petición al concilio de Viena (1311) para que estableciera escuelas de idiomas y literaturas orientales para preparar misioneros que actuasen entre los musulmanes y judíos. Así vemos que, con Raimundo Lulio y muchos otros, la espiritualidad europea cambia de táctica y política luego de la derrota militar de las cruzadas, y se lanza enton­ces al nuevo intento de con­quistar el Islam a base de co­nocerlos. Por esta inteligente labor evangelizadora, que im­pulsa en buena medida las tra­ducciones en masa de libros de religión y sabiduría musulmana y la fundación de enclaves en tierras islámicas para aprender mejor el árabe, tiene un resul­tado secundario probablemente inesperado: la islamización de Europa. La intelligentsia cris­tiana europea –aún la más mi­litante- no se puede sustraer a la poderosa influencia intelec­tual del Islam, que admira en más de un sentido. Y así apare­cen Alfonso el Sabio, Bacon y el propio Lulio. Lulio se ins­pira principalmente en un mís­tico hispano-musulmán como Ibn Arabi de Murcia (1164-1240). Al iguque su paradigma islámico, Lulio piensa que las ciencias se logran por fe y en­tendimiento, aunque la primera es la reina, que domina sobre todo discurso, y la iluminación divina hace sabios a los hom­bres con la más sublime sabi­duría.

Este camino será recorrido por otro célebre franciscano Fray Anselmo de Turmeda (1352-1432), nacido también en Ma­llorca. Hizo estudios en Lérida y Bolonia. Luego fue enviado a Tunicia, donde se convirtió al Islam con el nombre de ‘Ab­dal·lah, lo que le valió el nom­bramiento de intérprete de len­gua y jefe de aduanas por parte del sultán ‘Abdul ‘Abbas Ah­mad, y luego la confirmación en el cargo por su hijo Abu Fa­rid ‘Abd al-‘Aziz, ganando así su sobrenombre de al-Ta­ryumán (el traductor). Hacia 1402 escribió Turmeda una apología del Islam llamada Tuhfa (regalo u obsequio). Mu­rió entre los musulmanes con fama de piadoso, siendo se­pultado honoríficamente, y conservando todavía hoy su sepulcro un prestigio de santi­dad que le hace meta de visitas y peregrinaciones.

Durante el siglo XVI se incre­mentará la influencia del Islam en toda Europa, particular­mente sobre la espiritualidad española del llamado siglo de oro. El caso de Miguel Servet (1511-1553) es muy destacado. Nacido en Tudela, fue médico y teólogo. Estudió en Tou­louse, Lyon y París. Al expo­ner su teología antitrinitaria Tritinatis erroribus, en 1531, revolucionó a su tiempo. La fama de islamizante de Miguel de Servet hubo de hallarse muy extendida, como se deduce del hecho de que en el juicio que se le siguió en Ginebra, con­cretamente en la sesión del 23 de agosto de 1553, el procura­dor general le preguntara entre otras cosas: “¿Por qué había leído el Corán?”. Acusado por Calvino (1509-1564), Miguel Servet fue quemado vivo en Champel, cerca de Ginebra. “El unitarismo antitrinitario de Servet –dice el estudioso es­pañol Cristóbal Cuevas-, vuelve a coincidir con el pen­samiento musulmán en la idea de que la doctrina trinitaria no es sino una burda manifesta­ción del politeísmo. Por eso piensa que las personas de la Trinidad son solamente modos o dispensaciones de la esencia divina… por eso llama a los católicos triteístas, acusándolos de tener ‘un Dios tripartito’ y de adorar falsas y múltiples efigies de lo divino”.

El historiador español Américo Castro (1885-1972) fue uno de los primeros en señalar la in­fluencia del misticismo is­lámico en la escuela carmeli­tana, y en especial de Santa Teresa de Jesús (1515-1582) y su obra Las moradas o Castillo interior (1578), que luego fuera tan brillantemente expuesta y analizada por la islamóloga portorriqueña Luce López-Ba­ralt en Huellas del Islam en la literatura española.

San Juan de la Cruz (1542-1591) conoció a los 25 años a Santa Teresa, y en Duruelo de­cidieron iniciar la reforma de sus respectivas órdenes de carmelitas (1568). A conse­cuencia de sus ideas islami­zantes (explicadas con gran detalle por Luce López-Baralt en San Juan de la Cruz y el Islam, y por Juan Goytisolo en Las virtudes del pájaro solita­rio), en 1577 fue conducido preso a Toledo, donde perma­neció recluso en un convento durante ocho meses, hasta que logró escapar refugiándose en Almodóvar. Desde entonces residió hasta su muerte en An­dalucía.

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[1] Véase: “La Constitución de Medina”, en la revista “El Mensaje del Islam” Nº 12, Buenos Aires, mayo 1996, pp. 62-76.

[2] Mahoma, Profeta del Islam, Edicto del 2 de Muharram, año 11 de la Hégira (623). Citado en: La Tolerancia. Antología de textos. Selección: Zaghloul Morsy. Jóvenes contra la intolerancia / UNESCO. Madrid, 1994. Pág. 82.

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