Historia de Al-Ándalus (711-1492)

La convivencia de tres culturas durante 800 años

Por el Prof. Shamsuddín Elía

La presente es una de las exposiciones reali­zadas por el Profesor Elía en el seminario “El Islam: Arte, Derecho, Economía, Filo­sofía, Historia y Teología. XV Siglos de Civilización y Cul­tura”, que tuvo lugar en Buenos Aires, en la Facultad de Dere­cho de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, del 23/10 al 27/11 de 1996.

Introducción

Cuando se habla de España y el Islam, se suele hacer referencia a un concepto con claro signifi­cado religioso y a otro con contenido muy directo, de ca­rácter lingüístico. Se habla así, de España musulmana o de España árabe. Sin embargo, en términos populares, con signifi­cado antropológico físico en primer lugar, se habla de 1a España mora. La palabra caste­llana moro, viene, sin duda, del latín “maurus”, y del griego “mávros”, que significa “oscuro”, “negro”. Escritores latinos como Juvenal (60-140) y Lucano (39-65) mencionan a los mauros, también conocidos  como  númidas,  que  consti­tuían en  tiempos de Iugurta (160-104) un pueblo caracteri­zado  por su energía física y belicosidad. Recordemos a la famosa caballería númida em­pleada por los cartagineses en las guerras púnicas. La designa­ción étnica en suma, es muy antigua y al principio no tuvo el carácter peyorativo, como lo adquirió después.

Parece claro que la palabra “morisco” se forma como “berberisco”, y es un diminutivo cariñoso que más tarde se em­pleó para identificar a los his­pano-musulmanes que perma­necieron en la Península luego de la caída de Granada. Otros sinónimos son moruno, more­ría, almoraima, etc. La acepción de bereber, que es otra forma de llamar a los moros, está rela­cionada con la denominación utilizada por griegos y romanos para designar a los pueblos ex­tranjeros: bárbaros. En la anti­güedad clásica el norte de Africa era conocido como Ber­bería o país de los bereberes. El país de los mauros o mauritanos se conocía como Mauritania, que luego fue provincia romana y hoy es un estado islámico.

Los musulmanes de los siglos VII, VIII y IX aplicaron el nombre de al-Andalus a todas aquellas tierras que habían for­mado parte del reino visigodo: la Península Ibérica, la Septi­mania francesa y las Islas Balea­res. En un sentido más estricto, al-Andalus comprenderá la parte de aquellos territorios administrados por el Islam. Conforme avanzaba la con­quista cristiana, su extensión se iba reduciendo progresivamente y a partir del siglo XIII designó exclusivamente al reino nazarí de Granada. La prolongada resistencia musulmana grana­dina contra las incursiones cas­tellano-aragonesas permitirá que se fije el nombre de al-Andalus y se perpetúe en el actual de Andalucía.

El islamólogo holandés Reinhart Dozy (1820-l883), autor de la famosa obra Historia de los musulmanes de España, im­pulsó la teoría que fue apoyada por muchos historiadores mo­dernos según la cual el nombre de al-Andalus está relacionado con los Vándalos, suponiendo sin ningún fundamento, que la Bética pudo llamarse en alguna ocasión Vandalicia o Vandalu­cía.

Nosotros compartimos la opi­nión del eminente filólogo es­pañol don Joaquín Vallvé, ver­tida en su trabajo erudito La división territorial de la Es­paña musulmana. Éste dice que la expresión árabe Yazîrat al-Andalus (isla de al-Andalus)[i] es una traducción pura y simple de “isla del Atlántico” o “Atlántida”[ii]. Los textos musul­manes que dan las primeras noticias de la isla de al-Andalus y del mar de al-Andalus, se clarifican extraordinariamente si sustituimos dichas expresiones por isla de los Atlantes o Atlán­tida y por mar Atlántico. Lo mismo podemos decir del tema de Hércules y las Amazonas, cuya isla, según los comenta­ristas musulmanes de estas le­yendas grecolatinas estaba si­tuada en el Yauf al-Andalus, lo cual cabe interpretar como al norte o en el interior del Mar Atlántico.

La Entrada de los Musul­manes en la Península

La cuestión de cómo y por qué entraron los musulmanes en la Península Ibérica estuvo sus­tentada durante muchos siglos por mitos, leyendas y relatos históricos sumamente parciales. Gracias a la labor encomiable e imparcial de estudiosos e inves­tigadores españoles como don Américo Castro (1885-l972), Julián Ribera (1858-1934), Julio Caro Baroja (1914-1995), y Juan Goytisolo (n. en 1931), hemos podido reconstruir una historia que se creía perdida para siempre. Por ejemplo, Ri­bera ha descubierto gran canti­dad de interesante información en la crónica de Ibn Al-Qutiyya, un historiador hispano-musul­mán descendiente de los prínci­pes visigodos, cuyo nombre significa “descendiente de la Goda”. El análisis de los topo­nimios está rindiendo poco a poco información útil, y re­cientemente se ha podido de­mostrar así con casi total cer­teza que muchos de los berebe­res que llegaron a España con los árabes musulmanes eran aun cristianos y luego, más tarde, se islamizaron.

La historia de la España mu­sulmana comienza en el año 711, a finales de abril en que Tariq ibn Ziad, a la cabeza de un ejército de siete mil hombres en el que domina la etnia bere­ber de la que él forma parte (los árabes eran menos de 300), cruza el estrecho que llevará a partir de entonces su nombre, para desembarcar en la Penín­sula Ibérica. El contingente islamo-bereber hizo la travesía a bordo de la flota del conde Don Julián, el antiguo gobernador cristiano de Ceuta que se había puesto al servicio del goberna­dor musulmán de la Ifriqiiah, Musa Ibn Nusair, con sede en Qairauán (hoy Tunicia).

Ahora hay algo clave para con­tar. Por un lado, el conde Don Julián era un cristiano unitario, es decir un monoteísta puro, que adhería a las enseñanzas de los cristianos primitivos y de los llamados Padres y Doctores de la Iglesia, como Orígenes (185-254), Clemente de Alejandría (m. 215), Tertuliano (155-220) y Justino Mártir (100-165), y especialmente al obispo griego Arrio (256-336), nacido en Libia, todos ellos defensores de un acendrado monoteísmo que rechazaba la divinidad de Jesús. La doctrina de la Trinidad, re­cordemos, fue instaurada en la Iglesia Católica recién a partir del Primer Concilio de Nicea, en 325, y produjo un gran cisma entre los cristianos de oriente, partidarios del mono­teísmo, y los obispos occiden­tales liderados por Osio (257-358) que a través del llamado “pacto constantiniano” mono­polizaron desde entonces la orientación y el poder de la Iglesia. El historiador español Ignacio Olagüe explica en su obra La Revolución Islámica en Occidente, que a partir de entonces “...la doctrina trinitaria fue impuesta a hierro y fuego” por todo el norte de Africa y la Península Ibérica. Eso también explica la relativa facilidad con  que  los  musulmanes avanzaran  por  esas regiones,  y  la hospi­talidad con que fueron recibi­dos, particularmente la de los bereberes. Luego de consolidar su dominio en la Ifriqiiah (Tunicia) hacia el 670, en 701 alcanzaron el extremo occiden­tal del Magrib y en 708 entra­ron en Tánger.[iii]

Respecto a Mûsa Ibn Nusair, el historiador musulmán almohade Ibn al-Kardabûs, del siglo XII, nos dice que pertenecía a la escuela de pensamiento shi‘î. Su padre había sido Nusair al-Bakri, nacido en 640, a quien el fundador de la dinastía omeya, Mu‘awiiah ibn Abî Sufiân ha­bía conferido el mando de su guardia, pero él se negó a com­batir contra el cuarto califa, ‘Alî ibn Abî Tâlib (600-66l). Mûsa Ibn Nusair haría la alianza con el arriano conde Don Julián, señor de Tánger y Ceuta. Así, en 710 envió a su lugarteniente Tarif con 500 hombres a ocu­par el saliente sur de la Penín­sula donde la ciudad de Tarifa lleva su nombre y a la cual im­puso un pesado tributo, o sea “la tarifa”, para castigar los ex­cesos de la gobernación visi­goda contra los cristianos arria­nos de la región. Vale aquí puntualizar que la población mayoritaria de la Península ad­hería a los principios unitarios y al arrianismo. Por el contrario, la corte y el clero visigodo res­pondían a los dictados de Roma y al dogma trinitario. La oligar­quía visigoda con sede en To­ledo explotaba y oprimía hasta los más crueles extremos a sus súbditos arrianos. El profesor Olagüe en la obra ya citada, muy recomendable ciertamente, brinda pormenorizados detalles de este asunto.

Volviendo a nuestro tema ante­rior del cruce de Tariq, éste al frente de sus hombres desem­barcó en las cercanías del fa­moso peñón al que se dio su nombre: Yabal al-Tariq, “Monte de Tariq”, es decir, Gibraltar. El 19 de julio de ese mismo año, por las orillas del río Guadalete, logra una victoria decisiva sobre el rey visigodo Don Rodrigo. Un mes más tarde, su lugarteniente Mughit ar-Rumi cerca la ciudad de Córdoba. Dice Haim Zafrani en su obra Los judíos del Occi­dente Musulmán: “Durante el asedio, los judíos se encierran en sus hogares esperando im­pacientemente el desenlace. Contrariamente a lo que sien­ten por los godos y su clero, no temen en absoluto la llegada de los musulmanes en los que tienen puestas todas sus espe­ranzas, pues no olvidan que los reyes visigodos los han opri­mido despiadadamente. Sir­viéndose de estratagemas, los  judíos -según  narran los histo­riadores  musulmanes  y  cris­tianos- contribuyeron a facili­tar la entrada del ejército islá­mico a la ciudad, celebrando su victoria. Mughit los tomó a su servicio, confiándoles la guardia de la ciudad. Lo mismo ocurrió en Toledo, y en Sevilla, donde Mûsa Ibn Nusair dejó una guarnición judía para mantener el orden”.

A partir de entonces, España entra en el seno de Dar al-Is­lam, “la Casa del Islam”, y los cristianos arrianos y judíos se integran armoniosamente en el estado musulmán que se va forjando. Así, los judíos espa­ñoles, al convertirse en miem­bros de un dominio que se ex­tiende desde el Atlántico hasta la China, se reencuentran con sus hermanos de las demás co­munidades judías de Oriente y de Africa del Norte, reanu­dando sus lazos socio-culturales y económicos. Por otra parte, los cristianos unitarios españoles consolidan y reafirman su iden­tidad monoteísta junto con sus hermanos en la fe, musulmanes y judíos.

Esta explicación de los orígenes de la España musulmana, tal vez un tanto extensa para el reducido tiempo que tenemos, la creemos necesaria para con­trarrestar la historia oficial que sin fuentes ni argumentos serios afirma que España fue con­quistada a sangre y fuego por los musulmanes. Como hemos visto, la población nativa mayo­ritariamente arriana y la nume­rosa comunidad judía recibieron a los musulmanes como liberta­dores y comulgaron con su fe, costumbres y tradiciones, que eran prácticamente las mismas que ellos tenían. El pueblo íbero-romano, no se puede ha­blar de pueblo español en esa época, fue más bien cómplice que conquistado. Además, en menos de una generación, los musulmanes bereberes y árabes se integraron completamente a la población autóctona a través de múltiples matrimonios mix­tos, ya que la inmensa mayoría había llegado a España sin mu­jeres.

Como mejor prueba de lo que aseveramos, se puede decir que los musulmanes pacificaron la Península en menos de dos años y establecieron un estado islámico integrado por cristianos y judíos que llegó a durar casi ocho siglos, hasta 1492. Recor­demos que los fenicios y carta­gineses habían tratado infruc­tuosamente de sojuzgar a los béticos y celtíberos durante cuatro siglos, y los romanos durante casi seis, provocando espantosas matanzas como aquella de la heroica Numancia, la cual resistió durante 20 años su asedio y fue destruida por las legiones de Escipión Emiliano (185-129 a.C.). Los musulma­nes no destruyeron nada de lo que había, sino que reconstru­yeron las antiguas obras dejadas por los romanos, como puentes y acueductos, erigiendo una “cultura del agua”, y construye­ron monumentos maravillosos que han sobrevivido hasta nuestros días. Hoy se puede afirmar que el 80% de los quince millones de turistas que llegan anualmente a España tienen como meta principal visitar la Giralda -la torre-cam­panario que fuera el minarete de la mezquita mayor de Sevi­lla-, la Mezquita de Córdoba y el palacio-fortaleza de la Al­hambra de Granada.

Tolerancia y Convivencia

     Pero más allá de las obras públicas y arquitectónicas, y los prodigios científicos y culturales de al-Andalus, lo que mejor caracteriza el legado hispano-musulmán es su espíritu de la tolerancia. Si hablamos de la tolerancia de1 Islam, no se trata de un tópico repetido con fines propagandísticos, sino de una experiencia y una realidad histó­rica irrefutable. En la llamada Edad de Oro del Islam, cuando el territorio musulmán se exten­día de España hasta la China, entre los siglos VIII y XIV, convivían en su seno en un ambiente de libertad y mutuo respeto cristianos arrianos,  nestorianos,  monofisitas  y coptos, judíos, budistas, zo­roastrianos, maniquéos e hin­duistas, cuyas creencias y tradi­ciones eran garantizadas por el Islam por el estatuto de Ahl al-Dhimma, es decir, la “Gente del Pacto”. Esto es algo que el Is­lam puso en práctica hace más de 1400 años y que Occidente a duras penas comenzó a llevarlo a cabo a mediados del siglo XX.

Y es precisamente uno de estos pactos, el firmado entre el godo Teodomiro, gobernador de Ori­huela, y ‘Abd al-‘Azîz, el hijo de Mûsa Ibn Nusair, el 5 de abril de1 año 713, el que con­forma el documento más antiguo de la historia andalusi (Ver Apéndice). En virtud de este tratado Teodomiro quedó como gobernador inamovible y Orihuela (la de Miguel Hernán­dez) fue un estado autónomo durante muchos años. Cuando los musulmanes llegaron a la Península, traían un concepto absolutamente revolucionario basado en el Corán y la Sunnah o Tradición del Profeta Muhammad, por el cual se tra­taba a los seres humanos por igual, respetando sus derechos y propiedades. El pacto entre ‘Abd al-‘Aziz y Teodomiro prueba que hace 14 siglos el Islam no sólo respetaba los de­rechos humanos, que Occidente recién descubrió hace menos de 300 años, sino que tenía códi­gos y regulaciones que las pro­pias Naciones Unidas no son capaces de aplicar a las puertas del siglo XXI. Por eso, vale remarcar aquí que ese concepto o idea sobre “el oscurantismo de la Edad Media” tan en boga en los medios de comunicación y en la lectura de los escritores posmodernos, es algo que com­pete a la historia de Occidente, pero no a la del Islam. Ponga­mos otro ejemplo muy cono­cido. Después de afirmar su posición en la Península, los musulmanes escalaron los Piri­neos y entraron en Francia. En 732, entre Tours y Poitiers, dos mil kilómetros al norte de Gi­braltar, y a 450 kilómetros de Londres y a menos de 200 de París, fue el punto más septen­trional que alcanzaron esos pre­dicadores carismáticos. En 735 entraron en Arlés y en 737 lle­garon a Aviñón, el valle del Ródano y Lyon. Y aunque en 759 se vieron obligados a reti­rarse del mediodía francés, sus cuarenta años de circulación por aquellas tierras contribuye­ron, en el Languedoc, a la insólita tolerancia de diversas creencias, la pintoresca alegría y el amor romántico y caballe­resco que desde entonces ca­racterizó a los lugareños.

El Esplendor del Califato de Córdoba

El califato de los Omeyas (661-750), con sede en Damasco, nunca dio a España el valor que tenía. Incluso cuando en 750 éste fue reemplazado por el califato de los Abbasíes (750-1100), con capital en Bagdad, el territorio era meramente co­nocido como “el distrito de al-Andalus”, gobernado desde Qairauán. Los triunfantes abba­síes ordenaron la muerte de todos los príncipes omeyas. Abdurrahman (731-788), nieto del califa Hisham ibn ‘Abdilmalik (691-743), fue el único omeya que consiguió escapar. Perseguido de aldea en aldea, cruzó a nado el ancho Eufrates, pasó a Palestina, Egipto, Ifriqiiah, Marruecos y al-Andalus. Así, en 756 fue proclamado califa de Córdoba iniciando uno de los períodos más ilustres de la historia del Islam. Hacia 777, al-Andalus fue invadida por el ejército de Carlomagno (742-814), pero los francos fueron frenados en las puertas de Zaragoza por los soldados de ‘Abdurrahman y su retaguardia aniquilada por una alianza de vascos y musulmanes en Roncesvalles (778), donde cayó el paladín franco Roland o Roldán que dio lugar al cantar de gesta homónimo.

Los sucesores de ‘Abdurrahman I, como Hisham I (788-796), Al-Hakam I (796-822), ‘Abdurrahman II (822-852), Muhammad I (852-886), A1-Mundhir (886-888), ‘Abd-al·lah (888-912), ‘Abdurrahman III (912-961 ) y Al-Hakam II al-Mustansir, pro­piciaron un enorme desarrollo de las ciencias y las artes que sería la base del llamado Rena­cimiento europeo. Los romanos habían construido en Córdoba un templo a Jano; los cristianos lo sustituyeron por una catedral; ‘Abdurrahman I compró el te­rreno a los cristianos y edificó la famosa Mezquita que con el tiempo sería la más grande de todo el Islam y que ha llegado casi intacta hasta nuestros días. La mezquita original tenía die­cinueve portales, con arcos de herradura elegantemente escul­pidos con pétrea decoración floral y geométrica, los cuales conducían al Patio de las Ablu­ciones, hoy Patio de los Na­ranjos. En este rectángulo, pa­vimentado con baldosas de co­lores, había cuatro fuentes, cada una tallada en un bloque de mármol tan grande que se ha­bían necesitado setenta bueyes para su transporte desde la cantera. La sala de oración era un bosque de 1290 columnas, que dividían el interior en once naves principales y veintiuna secundarias. De los capiteles de las columnas partía una varie­dad de arcos, semicirculares, apuntados, de herradura, la mayoría con dovelas alternada­mente rojas y blancas. El techo de madera estaba tallado en cartelas que ostentaban inscrip­ciones, muchas de ellas coráni­cas. Colgaban de él 200 cande­labros que sostenían 7000 tazas de aceite perfumado que les llegaban de depósitos constitui­dos por campanas cristianas invertidas, también suspendidas del techo. El historiador mu­sulmán argelino al-Maqqari (l591-1632) considera a la Mezquita de Córdoba “el más bello templo del Islam en el mundo”.

Los historiadores musulmanes nos pintan las ciudades andalu­síes como colmenas de poetas, eruditos, juristas, médicos y científicos. Al-Maqqari llena sesenta páginas con sus nom­bres. Como cifras ilustrativas del apogeo de Córdoba durante la época islámica se afirma que ésta llegó a tener casi un millón de habitantes (hoy tiene menos de 300 mil), con 1836 mezqui­tas, 800 de las cuales estaban en el arrabal de Saqunda. El nú­mero de sus baños públicos era de 700, el de sus fondas y hos­pederías era de 1600 y había además 30.452 tiendas y co­mercios. Las escuelas públicas sumaban 25. El circuito amura­llado de la ciudad tenía una superficie de 2.690 Ha. Cór­doba poseía un notable y revo­lucionario sistema de albañales y aguas corrientes, a lo que se sumaba una red de alumbrado público y un ingenioso método de irrigación de la vega circun­dante a través de norias y ace­quias que extraían el agua del río Guadalquivir (del árabe: uadi al-kabir, “el río grande”). Debe destacarse que en esa época, a mediados del siglo X, París y Londres eran aldeas casi desconocidas, y la gran mayoría de las ciudades de la Europa no musulmana se hallaban en las más absolutas condiciones de insalubridad y primitivismo.

Al-Andalus llegó a contar con setenta bibliotecas públicas, ya que casi todos allí sabían leer y escribir, mientras que en la Eu­ropa cristiana, a menos que pertenecieran al clero, no sa­bían.

La biblioteca del califa cordobés al-Hakam II llegó a contener 400 mil tomos, 44 de los cuales formaban el catálogo de los restantes. Y al-Hakam los había leído todos. Un manuscrito andalusí en papel de algodón que hoy guarda la biblioteca del Escorial, del año 1009, prueba que los musulmanes fueron los primeros en sustituir el perga­mino por el papel. Las bibliote­cas de la Europa no musulmana tenían menos de cien libros en esa época.

Había centenares  de  teólogos y  gramáticos;  los  retóricos,  filólogos,  lexicógrafos, antolo­gistas, historiadores, biógrafos eran legión. Ibn Hazm (994-1064), el famoso autor de El collar de la paloma, además de servir como visir (ministro) a los últimos califas cordobeses, era teólogo, exégeta del Corán e historiador de gran erudición. Su Libro de las religiones y sectas, donde se discute el ju­daísmo, mazdeísmo, cristia­nismo y las principales escuelas de pensamiento del Islam, es uno de los primeros ensayos del mundo sobre religiones compa­radas.

A pesar de esta bonanza, el califato cordobés se vio involu­crado en una guerra  civil que determinó su caída hacia 1031. La España musulmana se de­sintegró en veintitrés taifas o ciudades-Estados, demasiado atareadas con sus intrigas y luchas mezquinas para detener la gradual absorción de al-An­dalus por castellanos y aragone­ses. Irónicamente, cada avance de los cristianos sobre al-An­dalus dejaba entrar una ola de literatura, ciencia, filosofía y arte islámico en la cristiandad. Así la captura de Toledo en 1085 hizo adelantar inmensa­mente los conocimientos de los cristianos en astronomía y re­veló la doctrina coránica de la esfericidad de la tierra 400 años antes de Colón. Y aquí hay que destacar el mecenazgo y la protección de este legado por Alfonso X el Sabio (véase, Francisco Marquez Villanueva: El legado alfonsí. Madrid, l996).

El Faro de Europa

Al-Andalus contribuiría con más de mil traducciones de los clásicos griegos al árabe, luego llevadas al latín por eruditos cristianos visitantes de la Es­paña musulmana, como Ger­berto de Aurillac (938-1003), que luego fue el Papa Silvestre II; Adelardo de Bath (siglo XII), el viajero y filósofo inglés que tradujo del árabe los Elementos de Euclides; Miguel Escoto, el polímata de origen escocés, que llegó a Toledo en 1217 y cuya primera traducción importante fue la Esférica de Abu Is·hâq al-Bitruji, el Alpetragius de los latinos, natural de Pedroche (cerca de Córdoba), que vivió en el siglo XII; y el eminente sabio y sacerdote inglés Roger Bacon (1220-1292), conocido como el Maestro Maravilloso (Doctor Mirabilis), quien hacia 1270 dijo: “La filosofía de Ave­rroes -el filósofo y médico hispano musulmán Ibn Rushd (1126-1198)-, tiene actualmente el sufragio unánime de los doctos”. Por éstas y otras afir­maciones en favor de la ciencia y la cultura del Islam, Bacon fue acusado de herejía por la Iglesia en 1278 y confinado de por vida.

Sobre otros grandes sabios an­dalusíes como Ibn Bayya (Avempace, l070-1138), Ibn Tufail (1110-1185) e Ibn ‘Arabi de Murcia (1165-1240), reco­mendamos leer la obra de Mi­guel Cruz Hernández Historia del pensamiento islámico, reeditada este año por Alianza en 3 vols. (Vol. 2: El pensa­miento de al-Andalus. Siglos IX-XIV ).

La Europa cristiana recibió del Islam español alimentos y rece­tas de cocina, bebidas, fármacos y medicamentos, armas, herál­dica, temas y gustos artísticos antes absolutamente desconoci­dos, artículos y técnicas indus­triales y comerciales, costum­bres y códigos marítimos y a menudo palabras para estas cosas (el castellano tiene un 30% de términos derivados del árabe): naranja, limón, azúcar, jarabe, sorbete, julepe, elixir, jarra, azul, arabesco, sofá, mu­selina, bazar, caravana, tarifa, aduana, almacén, almirante, rambla, etc., etc. E1 juego de ajedrez llegó a Europa proce­dente de la India por la vía del Islam hispano, tomando las palabras persas en el camino; “jaque mate” viene del persa shah mat, “el rey ha muerto”. Algunos de los principales ins­trumentos utilizados más tarde en Occidente llevan en su nom­bre la prueba de su origen: laúd, guitarra, tambor, adufe. La Eu­ropa cristiana no fue invadida por alfanjes y cimitarras, sino por otros ignotos invasores como álgebra, cero, cifra, azi­mut, alambique, zenit, almana­que y astrolabio.

Las Dinastías Bereberes: Almorávides y Almohades

 La pérdida de Toledo y la con­secuente arremetida del rey de León y Castilla, Alfonso VI contra al-Andalus, hizo refle­xionar a los príncipes de las taifas y pedir ayuda a una nueva dinastía bereber surgida en el Magrib, los almorávides o mo­rabitos, que eran unos soldados místicos oriundos del sur ma­rroquí. Su líder, Yusuf ibn Tashufín, hombre de gran va­lor, piedad y prudencia, cruzó su ejército a través del estrecho y con los refuerzos recibidos en Málaga, Granada y Sevilla ven­ció a las fuerzas de Alfonso en la batalla de Zalaca (23 de oc­tubre de 1086), cerca de Bada­joz. Allí comenzó el gran rena­cimiento de al-Andalus que continuó con los califas de la dinastía de los almohades (al-muahhidûn: defensores del tauhîd o monoteísmo). Los almohades fueron constructores entusiastas. Primero construye­ron para la defensa y rodearon a sus ciudades más importantes con poderosas murallas y torres, como la Torre del Oro, una de un grupo de doce que guarda­ban al Guadalquivir en Sevilla. Luego erigieron el Alcázar en 1181. El mismo califa Abu Ya­qub Yusuf que empezó el Alcá­zar construyó en 1171 la mez­quita mayor de Sevilla, luego destruida por los cristianos vic­toriosos quienes edificaron en su lugar primero una iglesia (1248) y luego la catedral gótica (1401) que ha llegado hasta nuestros días. El califa almo­hade, para celebrar su victoria sobre Alfonso VIII de Castilla en la batalla de Alarcos (julio de 1195), cerca de Ciudad Real, hizo erigir el magnífico alminar de la citada mezquita, torre que hoy conocemos por la Giralda (luego convertida en campana­rio de la catedral), y que fue terminada en 1198. Su altura durante la época islámica era de 76 metros y el fulgor que despedían al sol las cuatro manzanas de bronce dorado de diámetro decreciente que coro­naban el remate de la torre se podía divisar a 20 kilómetros de distancia y servía a los musul­manes de las comarcas aledañas como referencia para sus orientaciones hacia La Meca.

El reino nasrí o nazarí de Gra­nada fue el único estado anda­lusí que sobrevivió al avance cristiano en el siglo XIII, luego de la derrota almohade en la batalla de las Navas de Tolosa (16 de julio de 1212). Su fun­dador, Muhammad Ibn Nasr al-Ahmar ordenó en 1239 la erec­ción del edificio más famoso de España: la Alhambra, esto es, “La Roja” (ar.: al-Hamra’), que luego se convertiría en la joya más hermosa del Islam en Europa y en una de las siete maravillas del mundo moderno.

La España almohade se había quebrado en taifas que fueron conquistadas por los cristianos una a una: Córdoba en  1236, Valencia en 1238, Sevilla en 1248. Los hostigados musul­manes se retiraron a Granada, donde la Sierra Nevada sumi­nistraba una defensa natural, y campos bien regados florecían en olivares y naranjales. Una sucesión de prudentes gober­nantes sostuvo a Granada y sus dependencias: Jerez, Jaén, Al­mería y Málaga, contra repeti­dos ataques cristianos; revivie­ron el comercio y la industria, floreció el arte y las ciencias. El pequeño reino sobrevivió du­rante casi 260 años  (1232-1492) como el  último baluarte europeo de una civilización por la que al-Andalus, durante ocho siglos, fue un honor para la humanidad.

Mozárabes y Judíos

Son muy numerosos en un principio, los cristianos llama­dos  mozárabes por sus compa­triotas musulmanes -término que viene de musta‘rab, es decir el “seudoárabe”-, puesto que en todo asemejaban a aquéllos, ya que hablaban, se vestían y vivían, en suma, de la misma manera; tan sólo eran distintos por la adscripción a otra religión. Más tarde, a partir del siglo X, muchos mozárabes se convierten al Islam, y son denominados muladíes (mual-ladûn), si son descen­dientes de matrimonios mixtos, y musálima, si se han conver­tido por propia convicción. Es­tos últimos serán cada día más, quedando los auténticos mozá­rabes como una minoría. El profundo respeto de la libertad religiosa contenido en la ley coránica permitió a los mozára­bes gozar de una autonomía interna considerable. Adminis­trativamente dependían de un “comes” de origen visigodo. La justicia se regía según leyes propias y los impuestos eran recaudados por un mozárabe, el “exceptor”. Este espíritu de tolerancia hizo posible que mo­zárabes y  judíos lograsen, sin demasiados obstáculos, cargos en la diplomacia, el ejército y el propio gobierno musulmán. En dos terrenos se manifiesta cla­ramente la singularidad del es­tilo mozárabe: arquitectura e iluminación de manuscritos. Las características de las iglesias mozárabes, en las que se com­binan elementos de la tradición visigótica con influjos musul­manes, son los arcos de herra­dura, los capiteles de tipo co­rintio y elementos de decora­ción esculturada. La miniatura mozárabe, proyectada por el arte islámico, está considerada como una de las escuelas más originales de todas las que en esta especialidad produjo el arte medieval. Sobresalen ejempla­res como los ilustrados del “Comentario del Apocalipsis” de Beato de Liébana (monje asturiano muerto en 798). Entre otros miniaturistas y calígrafos mozárabes, destacan Magius y Florencio.

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[i] En e1 uso de los árabes se llama también Yazirah (isla) a las penínsulas e incluso a territorios mesopotámicos.

[ii] En árabe: Yazirat al-Atlasi.

[iii] Magrib significa en árabe “lugar o momento de la puesta del sol”, es decir, geográficamente, occidente, particularmente contemplado desde el oriente musulmán. “Marruecos” viene del árabe magrib

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