Civilización del Islam

El legado del Islam

Por: Ricardo H. S. Elía

«El Islam es, dicho sin alifafes y sin ambages, con rotundidad, una de las grandes civilizaciones de la humanidad... Insistir en este punto no es sino recordar una realidad histórica incontrovertible, inmediata y plenamente demostrable» (El reto del Islam, p. 123)

Pedro Martínez Montávez,

arabista e islamólogo español.

   Cuando las tribus árabes, gracias al Islam, se congregaron en un Estado único, no tardaron en rebasar los límites de Arabia y, al cabo de unas décadas, se habían expandido por todo el Cercano Oriente y eran los herederos de la mitad del Imperio Romano y de la totalidad del Imperio Persa. En un principio, el Islam fue la enseña de los árabes en tanto dirigentes; pero los pueblos islamizados, antes seguidores de Zoroastro y Buda, abrazaron fervientemente el nuevo y dinámico credo aun a despecho, en ocasiones, de las objeciones de los árabes. Al-Andalus (España y Portugal), por ejemplo, fue desde 711 a 1492 una civilización islámica fundamentalmente de raza y carácter bereber.

   La desaparición de los Omeyas de Damasco y de su espíritu tribalista y sectario hacia 750, significó una renovada promesa y el mejor de los incentivos para los no árabes que habían adoptado la nueva fe. El Islam los unió a todos en un solo pueblo y otorgó a sus vidas una finalidad y única dirección.

   Los árabes aportaron a esta unión el sentido elevado de la misión; los iranios su cultura y sentido de la historia, los siríacos cristianos su versatilidad lingüística; los de Harrán su herencia helenística, y los hindúes su antiguo saber. Todos se mezclaron libremente, uniéndose en un fervoroso deseo de saber, experiencia que no volvería a repetirse luego de producida la decadencia de la civilización islámica, especialmente a partir de los finales del siglo XVII. Los iranios fueron particularmente favorecidos. Habían hecho mucho para establecer el Dar al-Islam; tenían una gran experiencia que ofrecer en el campo de la administración y de las finanzas de Estado; y consecuentemente ocuparon muchos de los puestos claves de gobierno.

La uniformidad y cohesión de la Ley

   A partir de la caída del califato bagdadí en 1258, a la civilización islámica le fue dada entonces su unidad social, ya no mediante un Estado único y un solo idioma —puesto que el persa no tardó en convertirse en lengua cultural internacional (fue la lengua oficial de la India islámica desde el siglo XVI al XIX) que rivalizaba con el árabe, y otras varias lenguas adquirieron sucesivamente importancia local (como el suahili en el África central y oriental)—, sino mediante un sistema único de leyes sagradas (Sharí’a). Estas leyes abarcaban todos los aspectos de la vida personal, desde la etiqueta, los rituales y creencias hasta las cláusulas de contratos o testamentos. Aunque la Sharí’a no se aplicó por igual, en todos sus puntos, a cada uno de los pueblos musulmanes, produjo una suficiente uniformidad, en lo esencial, como para que un musulmán de cualquier país pudiera gozar de los derechos de la ciudadanía en toda la extensión del Dar al-Islam, el ámbito o territorio bajo la égida musulmana.

   «En la unidad sustancial de la sharí’a, tanto unidad de normas concretas como unidad de espíritu que la informa, está el secreto de esa “uniformidad musulmana” en que tanto han insistido los viajeros europeos desde los montes Atlas hasta el Ganges, preguntándose a menudo con asombro cómo es eso posible, en vista de la ausencia en el Islam de cualquier autoridad central docente del tipo del papado católico» (Alessandro Bausani: El Islam y su cultura, FCE, México, 1988, p. 211).

   Un letrado del Marruecos como Ibn Battuta, en viaje para ver el mundo en el siglo XIV, podía llegar a ser cadí (juez islámico) en las remotas Islas Maldivas, en el Océano Indico, durante su residencia allí, con la misma facilidad que si se hallase en su Tánger natal, a miles de kilómetros de distancia.

   Un sabio judío como Benjamín de Tudela podía viajar de España hasta la India atravesando todo el Mundo Islámico en el siglo XII, sin necesidad de pasaporte o salvoconducto y recibiendo la asistencia y protección de su hermanos monoteístas musulmanes.

   Los musulmanes de los países más alejados unos de otros, chinos, persas, malayos, egipcios, andalusíes, turcos o nigerianos, durante su peregrinación anual a La Meca, solían reunirse y podían compartir sus preocupaciones. La cultura islámica, aunque variaba de un país a otro, mantenía, con ese intercambio relativamente fácil, una herencia común en todas formas. Así, el Taÿ Mahal, con su gracia exquisita, refleja las tradiciones de la India que difieren considerablemente de las de al-Andalus o del África del Norte; pero, como todo el mundo lo sabe, ese monumento fue construido por los musulmanes como cualquier santuario o mezquita de Estambul, Granada o Isfahán.

   El Islam es la vuelta a la ley natural, a la primitiva fe de los grandes profetas y patriarcas como Abraham y Noé, que fue abandonada paulatinamente tanto por los judíos como por los cristianos. La ley islámica suprime las austeridades y numerosas prohibiciones y penitencias impuestas por juristas inescrupulosos y desautorizados y declara su voluntad de condescender con las necesidades prácticas de la vida: «Facilita el camino, no lo hagas más áspero», «Dios no pide a los humanos más que lo que éstos pueden hacer», tales eran las recomendaciones que habitualmente daba el Profeta a sus compañeros y seguidores. La tendencia islámica va hacia el misticismo, pero no hacia el ascetismo. Desautoriza expresamente las exageraciones de austeridades que debilitan el cuerpo y anulan los instintos naturales del hombre. Exhorta al creyente a disfrutar de las cosas buenas que Dios ha creado, bien entendido que deberá observar la debida moderación y obedecer los preceptos de la revelación coránica, que no son numerosos ni muy estrictos.

   La ley islámica favorece todas las actividades prácticas y tiene en gran estima a la agricultura, al comercio y toda clase de trabajos; censura a aquellos que viven a costa de los demás, requiere a todos los hombres y mujeres para que se mantengan con el producto de su propio esfuerzo y no menosprecia ninguna clase de labor por la cual los seres humanos puedan independizarse de sus semejantes.

   Los jurisconsultos musulmanes enseñan que el precepto fundamental de la ley es la libertad. El orador y político romano Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.) decía: «Sed esclavos de la ley para ser libres». La ley islámica añade nuevos conceptos a este pensamiento. Partiendo de la libertad, como base fundamental de la ley, los juristas islámicos llegaron a una doble conclusión:

1. La libertad está limitada por su propia naturaleza, porque la libertad ilimitada significaría la propia destrucción , y ese límite es la norma legal o ley.

2. Ningún límite es arbitrario, puesto que está determinado por su propia utilidad, por el bien supremo del individuo o de la sociedad. La utilidad, que es el fundamento de la ley, tiene también su límite y su extensión.

   La libertad significa poder disponer de uno mismo. El hombre libre no tiene por superior más que a Dios, Unico al cual es debida obediencia. De aquí que no puede usarse la libertad a capricho, e incluso el espontáneo reconocimiento de esclavitud no está reconocido por la ley como válido. Con idéntico espíritu, la ley prohibe y el Islam castiga el suicidio.

   Por otra parte, teniendo en cuenta la utilidad social, la ley islámica es esencialmente progresiva. Por ser producto del idioma y de la lógica, constituye una ciencia. No es inmutable ni depende únicamente de la tradición. Las sociedades son organismos vivos y sufren incesantes mutaciones durante su existencia. Y las leyes se modifican y se amplían según los tiempos y los cambios que se producen.

   Siguiendo el precepto del Sagrado Corán y de la tradición profética, la ley islámica ignora el jus utendi et abutendi (el derecho absoluto de propiedad: “de usar y abusar”) de la ley romana, considera una forma de prodigalidad cualquier gasto de riqueza que no sea verdaderamente preciso y reputa el consumo inútil como un pecado. En su concepto, la prodigalidad y el derroche es una clase de enfermedad mental —como la ambición y la avaricia— que debe atajarse. El Islam insiste en la moderación para que se haga uso discreto de la riqueza en consonancia con la ley y con el fin para el cual Dios ha dado los bienes al género humano.

   La ley islámica es igual para todos y consiste esencialmente en la buena fe. Los musulmanes han de cumplir sus promesas con todos, sean musulmanes o no, creyentes o ateos, amigos o enemigos. «Se honrado con aquellos que tienen confianza en tu honradez»; «No traiciones a los que te han traicionado». Estas tradiciones y otras muchas atribuidas al Profeta, su Familia y descendencia purificada, se encuentran también entre las reglas de la ley musulmana. El Príncipe de los creyentes y cuarto califa del Islam, Alí Ibn Abi Talib, exhorta a practicar el siguiente postulado: «Da a tu enemigo tu justicia y tu imparcialidad».

Pluralismo e integración

   La cultura que fomentó tales instituciones, flexibles y eficaces, era merecedora de ella. La sociedad islámica, en expansión sobre todas las encrucijadas del mundo, se encontró en la posibilidad de recoger su inspiración de las civilizaciones que habían florecido antes de su arribo. No fracasó en su obra. Por el contrario, se adueñó de las enseñanzas del pasado y las perfeccionó generalmente. La gloria no le venía al Islam tan sólo de su gran sencillez y tolerancia como religión en sí misma sino también de su literatura, principalmente de su poesía. La creación poética logró en el tiempo del Islam clásico su mayor florecimiento y variedad. La sutileza intraducible del verso arábigo y la delicadeza ágil e ingeniosa de los poetas persas fomentaron la eclosión de las letras en todos los lugares por donde pasó el Islam.

   Los esplendores de sus artes plásticas fueron aun más accesibles para los profanos. En la pintura y en la arquitectura islámicas se combinaron las tradiciones del Irán preislámico -contándose aun las de la época remota de la antigua Mesopotamia- y las del mundo grecolatino. Las preciosas miniaturas de Persia y de la India deben mucho de su gracia a una ulterior influencia china, mientras la arquitectura mostraba, aquí y allá, ejemplos de su herencia brahmánica o bizantina. Es en las obras arquitectónicas en donde destella la originalidad del arte islámico, en su fuerza y precisión, así como en su delicada armonía combinada con un orden firmemente establecido.

   «Ante la Mezquita de Córdoba o la Alhambra de Granada, ante la filosofía de Averroes, la presociología de Ibn Jaldún, el esplendor científico y tecnológico de Al-Andalus (por citar sólo ejemplos que pertenecen también al patrimonio hispánico con ellos compartido), cualquier árabe actual puede reaccionar de igual manera y experimentar pareja sensación de identificación. La memoria colectiva adquiere en este terreno protagonismo propio, es el vestido que cubre a todos de igual forma, con idéntica gala» (Pedro Martínez Montávez: El reto del islam. La larga crisis del mundo árabe contemporáneo. Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1997, pp. 124-125).

La civilización swahili

   Un aspecto poco conocido por el público en general de la multifacética civilización del Islam, es la cultura que se desarrolló en la costa oriental del África (al sur del «Cuerno» somalí), entre los siglos VIII y XVI, conocida como cultura Zany o Zandj (del persa y árabe zany: «de los negros»). La historia comienza en 695, cuando el caudillo shií Hamza de Omán llegó a la isla de Zanzíbar (zany bar significa en persa «costa de los negros») —en la actual Tanzania— con un grupo de partidarios. En 740 otros shiíes que huían de La Meca, luego de haber fracasado la revolución de Zaid Ibn Alí Ibn al-Husain Ibn Alí Abi Talib (699-740) —véase Fouad El-Khoury: Las revoluciones shi’íes en el Islam (660-750). O. cit., Cap. V, pp. 109-191—, fundaron Muqdisho (Mogadiscio), capital de la Somalía de nuestos días. Hacia 834, shiíes vencidos en Basora (Basra, Irak), se instalaron en la isla de Socotra frente a Adén, y se convirtieron en prósperos comerciantes y audaces marinos.

   Sin embargo, la migración más decisiva sería la de 975, cuando Alí Ibn Sultan al-Hasan, príncipe de la ciudad persa de Shiraz, con un gran número de seguidores —perseguidos por su confesión shií— y siete navíos llegaron a la región y fundaron los puertos de Kilua o Kilwa (975) en Mozambique, Manisa o Mombasa (978) en Kenia, Sofala (980) en Mozambique, Pemba (980) en Tanzania, Malindi (990) y Lamu (1005) en Kenia y Mozambique (1080). Sus descendientes —y por extensión toda la población mestiza de la costa— se llamaron a sí mismos «shirazis», denominación genérica que se mantiene aun hoy.

   Cerca de Malindi, de donde partió la flota de Vasco de Gama en su etapa final a la India en 1498 guiada por Ibn Mayid (ver aparte), floreció una legendaria ciudad musulmana llamada Guedi —sus ruinas subsisten todavía— con hermosas mezquitas, palacios, casas de varias plantas, jardines y tumbas de estilo persa y una enorme muralla de seis metros de altura que la rodeaba enteramente.

   Tantos los árabes como los persas blancos se mezclaron totalmente con los pueblos somalíes y bantúes de la costa. El mestizaje entre poblaciones africanas y asiáticas bajo la bandera del Islam dio nacimiento a una lengua específica, el swahili (de sahil, plural de sawahil, la «costa» en árabe), escrita en caracteres árabes a partir del siglo XVI— con una base gramatical bantú y más del 40% de su léxico tomado del árabe y en parte del persa, daría comunidad cultural a todo el litoral entre Mogadiscio y Sofala, facilitando a sus poblaciones el acceso a la civilización islámica, y el conocimiento de los mercados adecuados para los productos regionales. En la actualidad, el swahili, escrito en alfabeto latino, es la lingua franca de todo el África oriental y se enseña en Kenia, Tanzania y Uganda.

   Así se estableció un activo intercambio directo con Arabia, Persia, India, Siam e incluso China. En 1415, por ejemplo, una embajada de Malindi regresó al Zany escoltada por la flota del primer almirante del imperio Ming, el musulmán Zheng He (ver aparte).

   «Cuando los portugueses llegaron al Zandj en camino hacia la India, en 1498, quedaron profundamente impresionados por el tamaño y la limpieza de la ciudades, la calidad de las casas y el lujoso buen gusto con que eran decoradas, también por la belleza y elegancia de las mujeres, que participaban de la vida social. Sin embargo, dado que su interés primordial era el comercio con la India y luego el monopolio del tráfico mercantil, los lusitanos vieron en las ciudades zandj temibles competidores que debían ser eliminados: en 1500 atacaron y destruyeron Mozambique, y continuaron su obra con tal saña que, en medio siglo, habían destruido todas las ciudades de la costa oriental. Su objetivo era transferir todo ese activo comercio hacia las factorías que crearon. Pero no sólo no lo consiguieron, sino que su presencia significó un enorme retroceso económico y cultural para los pueblos afectados» (Guía del Tercer Mundo 91/92 dirigida por Roberto Remo Bissio, Instituto del Tercer Mundo, Montevideo, 1991, p. 590).

   Las expediciones de los zany hacia el interior del continente negro para procurarse oro, marfil, hierro y maderas preciosas fueron conocidas como safaris (del árabe safar, “viaje”). La civilización musulmana swahili tuvo su último esplendor en el siglo XIX con dirigentes como Sa’id ibn Sultán (1791-1856), sultán de Muscat, Omán y Zanzíbar, y el comerciante Muhammad bin Hamid llamado Tipu Tib (1837-1905).

   Véase W. Vincent: Commerce and navigation of the Ancient in the Indian Ocean, 2 vols. Londres, 1807; C. Bouvat: L’Islam dans l’Afrique nègre. la civilization swahili. Revue du Monde musulman, 2 (5-7-10-27), París, 1907; G. Hamilton: Princes of Zinj. The rulers of Zanzibar, 1796-1856, Londres, 1912; X.J.L. Duyvendak: China’s discovery of Africa, Probsthain, Londres, 1949; G. Mathew: Islamic Merchants-Cities of East Africa, The Times, Londres, junio 26, 1951; U. Ingham: A history of East Africa, Longsman, Londres, 1962; G.S:P. Freeman-Granville: The East African Coast, Clarendom Press, Oxford, 1962; Roland Oliver y Anthony Atmore, Africa desde 1800, Edit. Francisco de Aguirre, Santiago de Chile, 1977; Joseph Ki-Zerbo: Historia del Africa negra, dos vols., Vol 1: De los orígenes al siglo XIX, Alianza, Madrid, 1980, pp. 176-182 y 440-451.

Sultanas de Malasia

   Desde fines del siglo XIII el archipiélago indonesio también conocido como Insulindia fue islamizado, no por las armas de conquistadores musulmanes persas o árabes sino por el atractivo de una fe igualitaria, simple y adaptable a las condiciones de la región, introducida por comerciantes musulmanes llegados desde lugares tan lejanos como Egipto.

   La islamización es acompañada por una fragmentación política del archipiélago (sultanatos independientes) que con el tiempo favorecerá la penetración de los colonialistas europeos. Estos se lanzarán como fieras hambrientas sobre las bellas y pacíficas islas buscando las preciadas especias que los propios mercaderes islámicos se han encargado de llevar a Europa.

   En 1345, Ibn Battuta (ver aparte) llegó a Sumatra y quedó deslumbrado con el panorama: «Es una isla lozana y verdeante, llena de cocoteros, arecas, claveros, agácolos indios, sagúes, árboles del pan, mangos, yambos, naranjos dulces y alcanfores» (Ibn Battuta: A través del Islam. O. cit., pp. 709-719).

   En 1511, Albuquerque se apodera de la estratégica Malaca (nombre tomado de un árbol local). Y en una rápida sucesión, caen Borneo (1511), Timor (1520) y las Molucas (1521). Durante el siglo XVII, se suman los holandeses a la acción depredadora portuguesa y atacan los grandes sultanatos de Mataram, Banten y Acheh.

   El sultán de Acheh, Iskandar Muda («Alejandro el grande»), —que vivió entre 1590 y 1536— fue un soberano ejemplar que hizo de Acheh (en el extremo norte de la isla de Sumatra) un centro de estudios islámicos. Iskandar Muda enfrentó decididamente la amenaza lusitana en Malaca, Johore y Patani (Cfr. H. J. De Graaf: De Regering von Sultan Agung vorst van Mataram 1613-1645, La Haya, 1958; D. Lombard: Le Sultanat d’Atjéh au temps d’Iskandar Muda, 1607-1636, París, 1967).

   En 1629 atacó con todas sus fuerzas el enclave de Malaca. «El sultán de Acheh dirigía una fuerza sitiadora de 20.000 hombres, apoyada por 236 embarcaciones y artillería. Levantaron en torno a Malaca obras de sitio, tan bien hechas que, según un relato portugués, «ni siquiera los romanos hubieran hecho tales obras más sólidas o en menos tiempo». Pero esto no fue suficiente para lograr la victoria, el sultán acabó perdiendo 19.000 hombres y sus dos principales generales, así como la mayor parte de sus barcos y cañones. Ese mismo año, el soberano de Mataram emprendió un asedio igualmente formidable contra el puerto fortificado holandés de Batavia (hoy Yakarta, —capital de Indonesia— en la isla de Java), al que muy correctamente el sultán consideraba la «espina en el pie de Java» que era preciso «arrancar, para que todo el cuerpo no peligrase». Las fuerzas del sultán, como las tropas de Acheh, consiguieron abrir trincheras al modo europeo pero no pudieron hacer mella en el enorme foso, el muro o los bastiones de la nueva colonia holandesa» (Geoffrey Parker: La revolución militar. Las innovaciones militares y el apogeo de Occidente 1500-1800, Crítica, Barcelona, 1990, pp. 168-169).

   El escritor, genealogista y periodista argentino de origen armenio Narciso Binayán Carmona nos ilustra sobre un aspecto casi desconocido de la historia de la Malasia musulmana: «En el siglo XVII durante cincuenta años, el sultanato de Acheh fue una curiosidad política dentro del mundo musulmán, ya que el trono fue ocupado sucesivamente por cuatro mujeres (1641-1699). Dentro del mundo musulmán, pero no de la región, ya que en la misma época al menos en otros cuatro sultanatos, entre ellos el de Pattani (hoy localizado al sur de Tailandia, sobre el mar del sur de China) —de muy incierto destino aun hoy— y el de Kelantan (al norte de la península malaca fronterizo con Tailandia) —que es uno de los Estados federados de Malasia—, hubo mujeres en el trono. La primera de estas sultanas de Acheh fue Safiyyatuddín Tay al-Alam (1641-1655), muy bien recordada como gobernante sabia y justa» (N. Binayán Carmona: La isla grande de las especias, Diario «La Nación», Buenos Aires. Lunes 3 de noviembre de 1997, p. 4).

Las contribuciones a Occidente

   Los musulmanes demostraron ser eruditos ingeniosos y, particularmente, historiadores infatigables. No obstante, hay que mencionar de modo principal el florecimiento de sus ciencias naturales. La ciencia islámica heredó un inmenso volúmen de conocimientos de los griegos clásicos: filosofía y lógica de Platón y Aristóteles; matemáticas, astronomía y medicina de Euclides y Ptolomeo, Hipócrates y Galeno; música de Pitágoras y Aristoxéno de Tarento; botánica y farmacología de Dioscórides, y muchos otros más.

   A este patrimonio, los sabios del Islam sumaron gran parte de la herencia intelectual de los indios, con inclusión del empleo del cero. Acumularon luego una riqueza múltiple y nueva; observaciones astronómicas que les ayudaron a preparar el camino para la aceptación de la teoría de Copérnico, experimentos de alquimia que ensancharon el reino de la química, soluciones algebraicas, datos geográficos, problemas filosóficos, descubrimientos botánicos, técnicas médicas.

   La influencia del Islam en Occidente fue variada e inmensa. Del Islam la Europa cristiana recibió alimentos, bebidas, fármacos, medicamentos, armas, heráldica, temas y gustos artísticos, artículos y técnicas industriales y comerciales, costumbres y códigos marítimos y a menudo palabras para estas cosas: naranja, limón, azúcar, jarabe, sorbete, julepe, elixir, jarra, azul, arabesco, sofá, muselina, fustán, bazar, caravana, carmesí, tarifa, aduana, almacén, almirante, almíbar y mil más.

   Durante algunos siglos Europa sólo conoció el azúcar en estado de jarabe. Fueron los musulmanes quienes inventaron la técnica para cristalizarlo.

   El juego del ajedrez llegó a Europa procedente de la India (donde ya se jugaba hacia el siglo VI d.C) por la vía del Islam, tomando palabras persas en el camino; jaque mate viene del persa shah mat, «el rey ha muerto».

   Algunos de los instrumentos musicales llevan en su nombre la prueba de su origen árabe: laúd, rabel, guitarra, tambor, adufe. La poesía y música de los trovadores pasó de al-Andalus al sur de Francia y de la Sicilia musulmana a Italia.

   Las descripciones islámicas de viajes al cielo y al infierno contribuyeron a la formación de la Divina Comedia (cfr. Miguel Asín Palacios: La escatología musulmana en la Divina Comedia. Historia y crítica de una polémica, Hiperión, Madrid, 1984).

   La bóveda con nervios es más antigua en el Islam que en Europa, aunque no podemos señalar la ruta por la que llegó al arte gótico. La aguja y el campanario cristianos le deben mucho al alminar o minarete, y la tracería de la ventana gótica fue inspirada por los arcos apuntillados de la Giralda de Sevilla.

   Un arquitecto de la jerarquía del británico Christopher Wren (1632-1723) utilizó parámetros islámicos en sus múltiples construcciones, incluso en su obra maestra, la Catedral de San Pablo en Londres (cfr. Sir Thomas Arnold y Alfred Guillaume: El Legado del Islam, Ediciones Pegaso, Madrid, 1944, p. 229).

   El rejuvenecimiento del arte cerámico en Italia y Francia ha sido atribuído a la importación de alfareros musulmanes en el siglo XII y a las visitas de alfareros italianos a la España musulmana. Metalarios y vidrieros venecianos, encuadernadores italianos, armeros españoles, aprendieron sus técnicas de artesanos musulmanes; y casi en todas partes de Europa los tejedores esperaban obtener del Islam modelos y dibujos. Los venecianos descubrieron los secretos de la fabricación del vidrio en el mundo musulmán y los llevaron a la práctica en sus talleres de la isla de Murano. Así, Venecia mantuvo durante siglos un verdadero monopolio del vidrio de lujo.

   Las influencias del Islam hacia Occidente son innumerables: un millar de traducciones del árabe al latín; visitas de eruditos cristianos a al-Andalus, como los ingleses Alfredo de Sareshel, Adelardo de Bath (en 1130, luego de su regreso, tradujo en Inglaterra obras musulmanas), Roberto de Chester (vivió en España entre 1135 y 1180); los italianos Gerardo de Cremona (1114-1187), Platón Tiburtino de Tívoli (vivió en España entre 1134-1145) o Eugenio de Palermo (1130-1202); y otros cuyo nombre denuncia su procedencia, Miguel Escoto (1175-1236), Hermann von Kärnten, llamado «de Carintia» y «el Dálmata», o el arzobispo flamenco Wilhelm von Moerbeke (1215-1286); y el envío de jóvenes cristianos por sus padres españoles o italianos a las Cortes musulmanas para que recibieran educación caballeresca.

   Cada avance de los cristianos en España dejaba entrar una ola de literatura, ciencia, filosofía y arte islámicos en la Cristiandad. Así la captura de Toledo en 1085 hizo adelantar inmensamente los conocimientos de los cristianos en astronomía y mantuvo viva la doctrina de la esfericidad de la tierra (cfr. Olga Pérez Monzón y Enrique Rodríguez-Picavea, Toledo y las tres culturas, Akal, Madrid, 1995; Louis Cardaillac: Tolède XIIº-XIIIº. Musulmans, chrétiens et juifs: le savoir et la tolérance, Autrement, París, 1996.).

   Con todo lo dicho queremos enfatizar principalmente a través de este trabajo, que el criterio amplio y pluralista y la personalidad talentosa e idónea de los polígrafos de la Edad de Oro del Islam puede ser un muy buen parámetro para aquellos musulmanes que tropiezan con el reto que significa para ellos la modernidad occidental y para los que en el Occidente tienen todavía que encontrar el fundamento de la armonía entre los valores científicos y espirituales.

¿Choque de civilizaciones o diálogo entre Oriente y Occidente?

   El convencimiento de que todo lo occidental es también universal permanece encastillado en muchas mentes. Los occidentales tienden con excesiva frecuencia a contemplarse como los portadores de la universalidad y superioridad de una civilización que consideran única, y esta absurda visión de norteamericanos y europeos constituye una amenaza constante para todos los seres humanos, pues desde tal perpectiva son considerados irrelevantes y erróneas las tradiciones culturales y sociales de otros pueblos.

   Dice el sinólogo inglés Joseph Needham (Londres, 1900-?): «Muchas gentes de Europa occidental y América europea sufren lo que podríamos llamar orgullo espiritual. Están firmemente convencidas de que su propia forma de civilización es la única universal. Profundamente ignorantes de las concepciones y tradiciones intelectuales y sociales de otros pueblos, consideran muy natural imponerles sus ideas y costumbres, tanto sobre la ley como sobre la sociedad democrática o las instituciones políticas. Sin embargo, propagan una cultura un tanto contradictoria, puesto que Europa no ha logrado nunca reconciliar lo material y lo espiritual, lo racional y lo romántico. Y su modo de vida tiende a corroer y destruir las peculiaridades de las culturas vecinas, algunas de las cuales pueden encarnar valores más sanos... La civilización cristiana demuestra hoy tan poca humildad cristiana como en tiempos de las Cruzadas, cuando la civilización del Islam era, sin embargo, superior en su conjunto a la de Europa... Europa se vanagloria de los viajes de exploración de Colón y otros navegantes. Europa no se preocupa tanto de investigar las invenciones que los posibilitaron; la brújula y el codaste de China, los mástiles múltiples de India e Indonesia, la vela latina de mesana de los marineros del Islam» (Joseph Needham: Dentro de los cuatro mares. Diálogo entre oriente y Occidente, Siglo XXI, Madrid, 1975).

   En los umbrales del siglo XXI, personajes como el profesor de Harvard Samuel P. Huntington, discípulo de Henry Kissinger y defensor a ultranza del «Nuevo Orden Mundial» como Alvin Toffler (“La tercera ola”) y Francis Fukuyama (“El fin de la historia”), proclaman a los cuatro vientos «la guerra que se viene» y advierten a los «desprevenidos» sobre «el peligro fundamentalista musulmán» (cfr. S.P. Huntington: El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Paidós, Buenos Aires, 1997) con un estilo que hace recordar al de Urbano II (1042-1099), cuando este pontífice franco en el concilio de Clermont (1095) arengaba así a los futuros cruzados: «Emprended el camino a Jerusalén y arrebatad esa tierra a la raza perversa y estableced allí vuestro dominio» (cfr. F. Ogg: Source of Medieval History, Nueva York, 1907, pp. 282-288). Véase el estudio de Jean Delumeau sobre la satanización de «la amenaza musulmana»: El miedo de Occidente, Madrid, 1989.

   En las antípodas de este pensamiento, el dos veces presidente de la República Islámica del Irán, Seied Muhammad Jatamí, ha dicho: «Las puertas deben estar abiertas al diálogo entre civilizaciones y culturas» (“Mensaje al pueblo norteamericano”, entrevista de la CNN, 7/1/98).

La reflexión de Toynbee

   Los más eminentes pensadores de Occidente que han investigado el Islam y se han familiarizado con su civilización y cultura nunca han optado por la vía de la descalificación, sino todo lo contrario. Un historiador de la talla del británico Arnold Toynbee (1889-1975) emite el siguiente juicio: «Ser prisionero de la época y del medio es parte de las limitaciones humanas. El ser humano tiene raíces como los árboles, y aunque éstas sean de tipo intelectual o emocional, lo traban. De cualquier modo, la naturaleza humana se rebela contra sus límites e intenta sobrepasarlos... El oficio del historiador es el de moverse libremente en el tiempo y en el espacio. ¡Cómo nos aburrimos con nuestra propia civilización!... Una mirada al compendio de Historia Moderna y Medieval de Oxford bastaba para hastiarme. Pero la historia del Islam, la del Budismo, me abría mundos fascinantes. La civilización occidental contemporánea me aburre, no porque sea occidental sino porque es la mía y soy historiador... el Occidente contemporáneo me hastía inevitablemente. Me aprisiona entre sus engranajes. Me impide regresar al tiempo anterior a la máquina e instalarme en Rusia, en Dar-el-Islam, en el mundo hindú, en Asia Oriental. Mi ineluctable occidentalismo me impide aclimatarme culturalmente en cualquier otra civilización contemporánea... De todos modos, tengo una razón más trascendente que cualquiera de las mencionadas hasta aquí para detestar a Occidente. Ha producido a Hitler, Mussolini y McCarthy. Estas monstruosidades occidentales hacen que me sienta amenazado en tanto occidental... Además de los crímenes del Occidente contemporáneo, hay otras manchas en la vida occidental que me repugnan... Occidente no tiene piedad por los ancianos. Es, según creo, la primera civilización en la cual los ancianos no han tenido automáticamente un lugar en la casa de sus hijos adultos. Mirando esta insensibilidad occidental con ojos desoccidentalizados la encuentro profundamente ofensiva. Repruebo también la publicidad occidental. Ha convertido en un arte la explotación de la tontería humana. Gracias a ella estómagos saciados embuchan bienes materiales que no necesitan mientras dos terceras partes de la humanidad carecen de los elementos imprescindibles para vivir. Es un aspecto horrible de la sociedad de la abundacia; y si se me dice que este es el precio de la abundancia contesto que es un precio demasiado alto» (Arnold Toynbee: Me duele Occidente —extraído de The Edge of Awareness—, Nuevo Planeta, Sudamericana, Buenos Aires, Septiembre/Octubre, 1970, pp. 33-37).

   Como hemos visto, a lo largo de cada una de las entradas del presente trabajo, el Islam, desde un primer momento, fue un agente universalizante, historizante y mediador entre todas las civilizaciones, culturas, religiones y pueblos, sumando y no restando, integrando a todos sin segregar o discriminar a ninguno.

   Pero, «...un buen día Occidente se despegó del pelotón de sus homólogos para echarse a correr, agotándose y agotando a sus compañeros. Pero, en esta carrera tan poco deportiva, la insólita regla del juego permite al que se escapa asfixiar a su adversario, que los rezagados sean aplastados. El retraso de los otros es el contrasentido de la loca carrera de un Occidente que ha elegido el ritmo, el terreno, el objetivo... El sufrimiento interior de Occidente proviene de que su modernidad ha devorado a su cultura... En Occidente, en un mundo de donde Dios fue expulsado, el conflicto entre cultura y modernidad ha alienado al hombre. Japón, que durante mucho tiempo intentó preservar la parte más íntima de su ser, asiste hoy al espectáculo de su cultura saqueada. Hoy se habla más que nunca de confrontación de civilizaciones: en realidad las civilizaciones sólo se enfrentan cuando coexisten, en una sociedad dada, grupos raciales heterogéneos. En el plano de la violencia histórica, sólo se enfrentan los poderes y por el poder: la destructiva historia de una Europa unida por la civilización esta ahí para demostrarlo. La dialéctica del poder seguirá existiendo, en cualquier parte, disfrazada o a cara descubierta. No obstante, en la esfera en que nos movemos, lo que se desprende no es la confrontación de las civilizaciones entre sí sino la de cada una de ellas con la modernidad. Y si hay una solidaridad en la que se pueda fundamentar una ambición verdaderamente universal, esa es la de las culturas, comprendida la de Occidente, contra aquello que las niega a todas: una modernidad no controlada. En este contexto, el Islam podrá renovar su mensaje sublime» (Hichem Djaït: Europa y el Islam, Libertarias/al-Quibla, Madrid, 1990, pp. 241 a 243).

La tarea pendiente

   Una cantidad incalculable de verdaderos tesoros de la civilización islámica aguardan ser descubiertos. Sólo en Estambul hay más de ochenta bibliotecas-mezquitas que contienen decenas de millares de manuscritos. En El Cairo, Damasco, Mosul y Bagdad, así como en Irán, la India y Pakistán, se encuentran otras colecciones. Muy pocas han llegado a catalogarse, pero muchas menos han sido estudiadas o publicadas. Incluso el catálogo de manuscritos árabes de la Biblioteca de El Escorial, que contiene gran parte de la ciencia islámica de Occidente, no se halla todavía completo, a pesar de los años transcurridos y la gran cantidad y calidad de los islamólogos españoles.

   Esta humilde relación de portentos de la civilización del Islam nos muestra de alguna manera la gran tarea pendiente: intentar dar una noción general de la obra artística, científica y filosófica del Islam tanto al neófito como al intelectual, que erradique prejuicios y fantasías y nos acerque a todos a la verdad histórica y objetiva de una cultura que es patrimonio de toda la humanidad.

   Los que desconocían la temática se sorprenderán de la longitud de estos comentarios sobre la Civilización del Islam, y el erudito o el académico se lamentará de su brevedad y carencias. Sólo nos resta evocar las palabras del poeta arabo-persa Abu Nuwás (762-810):

«Di a quien pretenda una ciencia enciclopédica:

Sabes algo, pero muchas cosas se te escapan».

   Nos refugiamos en Dios Todopoderoso, Único y Graciabilísimo, Fuente de toda Sabiduría, Verdad y Justicia. Alabado sea el Señor de los Universos. No hay poder ni fuerza excepto la de Dios, el Altísimo, el Majestuoso.

Del libro CIVILIZACION DEL ISLAM; Edición Elhame Shargh

Todos derechos reservados. Se permite copiar citando la referencia.

www.islamoriente.com; Fundación Cultural Oriente

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